Gráficamente
Altuna fabrica un relato río lleno de perdedores que pueblan calles
y antros abarrotados, frescos de la vida cotidiana en una gran urbe,
con sus miserias, que no sólo sirven de telón de fondo al sin vivir
del protagonista, sino que pugnan por chupar cámara –haciendo uso
del argot del oficio- y recabar la atención del lector. Donde la
mayor parte de los dibujantes encuentran las mayores dificultades, y
sortean con trucos, o sencillamente naufragan en los fondos, Altuna
exhibe unos recursos y una maestría envidiable. Encuadres
arriesgados, bocadillos que transgreden la ortodoxia de la lectura y
juegan caprichosamente con ella, un habilidoso
uso
de los planos deudor del mejor cine, una documentación abrumadora,
un uso acertadísimo del color... Viñetas que cumplen su cometido de
hilvanar la narración pero que tienen, también, un valor por sí
mismas. Tal es la cantidad de información en ellas contenida. El
trazo, cuando usa, como en este caso, el color, es funcional, de
líneas finas y tramas manuales.
Todo ello forman
una amalgama de personajes, de situaciones aparentemente caóticas
pero que en la práctica arropan la narración y el sentido último de
lo relatado.
A la búsqueda de
imágenes impactantes Beto ignora el verdadero drama que subyace a lo
largo del relato. Reside en las gentes que pueblan las viñetas,
perdedores que lejos de diluirse entre otros muchos casos similares
forman un mosaico que se muestra incesante impertinente al lector.
La verdad, en suma, la verdad ignorada que nunca cobra protagonismo
en la cámara y que cuando lo tiene es desvirtuada. Un canto
escéptico pero lúdico que invita, como no, a la reflexión. Cincuenta
y dos paginas no son demasiado. En el caso de Altuna dan para mucho.
Para muchísimo, diría yo. La sola descripción de una de sus viñetas,
por vía literaria, llevaría muchas paginas al mas avezado escritor.
Todo eso y más en un tebeo.